Cuando el perro se adelanta… y la persona estalla

Hoy venía de vuelta de un paseo con una perra mestiza de unos 20 kilos, enérgica, alegre y, sobre todo, encantadora. Yo iba con ella con una correa corta; no es una perra que tire de forma descontrolada, aunque sí suele caminar con bastante energía. A la vuelta, como suele pasar, iba más calmada. Era un paseo tranquilo, cotidiano, de esos en los que una casi baja la guardia porque “no está pasando nada”.

Hasta que pasa.

De repente, al girar una esquina, se abrió un portal oscuro, algo escondido, y salió un señor. La perrita e adelantó un segundo, se le subió encima y llegó prácticamente a la altura de su pecho. Era un hombre más bien bajito y no muy fuerte; es posible que el empujón le molestase físicamente, y también entiendo que se asustase y que se preocupara por su ropa, porque iba muy cuidado.

Hasta aquí, reconozco sin problemas la parte conflictiva de la escena:

  • Un perro de 20 kilos saltando sobre una persona que no lo espera.
  • Un susto real.
  • Un posible daño físico y material.

Como paseadora, cuidadora y educadora canina —además de profesora, que es mi oficio principal— tengo muy claro que la responsabilidad de gestionar ese paseo era mía. Podría haber ido aún más atenta a los portales, haber acortado un poco más la correa al pasar por una zona estrecha y oscura, haber anticipado el posible susto. Con los perros, el “no ha pasado nada nunca” no es garantía de que no vaya a ocurrir nada hoy.

La responsabilidad del guía: anticipar lo imprevisible

Un perro es, por definición, un ser vivo con iniciativa, emociones y reacciones propias. Eso significa que:

  • Puede asustarse, emocionarse o adelantarse en una fracción de segundo.
  • Puede reaccionar de forma efusiva (por sorpresa) o, en otros casos, de forma defensiva o agresiva.
  • Por muy “buen perro” que sea, nunca deja de ser un animal con dientes, peso y fuerza.

Por eso, como paseadores y tutores tenemos que desarrollar una especie de “radar” permanente:

  • Atención a portales, esquinas, zonas oscuras.
  • Correa más corta en pasos estrechos o poco visibles.
  • Trabajo previo con el perro sobre autocontrol: no saltar encima de las personas, no invadir espacio ajeno, aprender a saludar con calma.

En ese sentido, mi reflexión hoy es autocrítica: sí, podría haber sido todavía más cuidadosa. Y es sano poder decirlo sin dramatizar, sin culpar al perro ni convertir la anécdota en tragedia, pero aprendiendo de ella.

Cuando el problema no es el perro, sino la reacción humana

Hasta aquí todo entra dentro de lo comprensible: un susto, una disculpa, una breve tensión. Lo delicado fue lo que vino después.

Le pedí disculpas de inmediato. El señor, lejos de calmarse, empezó a darme una especie de sermón moral sobre cómo hay que llevar a los perros, sobre la responsabilidad, sobre la convivencia… Y lo hacía, además, desde una actitud claramente airada, con un carácter explosivo que se notaba mucho más amenazante que el propio gesto de Pam.

La paradoja era llamativa:

  • El perro iba atado.
  • No hubo mordisco ni intento de agresión, sino un salto efusivo.
  • Yo asumí mi parte de responsabilidad y me disculpé.

Y, sin embargo, la respuesta fue desproporcionada: moralina, reproches, tono agresivo. Cuando, con calma, le señalé que su forma de hablar era innecesariamente airada y poco respetuosa, todavía le sentó peor.

Este episodio me hace pensar en algo importante:

A veces señalamos lo imprevisible del comportamiento de los perros,
pero olvidamos lo imprevisible —y mucho más violento— que puede ser el comportamiento de algunos seres humanos.

Un perro puede saltar y asustar; un ser humano puede humillar, gritar, insultar, amenazar. Lo primero es molesto y debe corregirse; lo segundo deja huella emocional y a veces legitima respuestas injustas hacia los animales (“Ves lo que has hecho, por tu culpa me han dicho X”, y el perro paga el enfado).

Y si el perro hubiera sido otro…

Hay otro ángulo incómodo, pero necesario:
¿Qué habría ocurrido si la perra no fuese una perra equilibrada, sino un perro miedoso o reactivo?
¿Y si, en lugar de un salto efusivo, hubiese habido un mordisco?

La escena podría haber sido grave. Por eso es tan importante no minimizar estas situaciones:

  • Un perro que salta sin control necesita trabajo de educación.
  • Un entorno urbano lleno de portales, esquinas y gente exige atención constante.
  • Y una sociedad que convive con perros necesita también educación emocional y respeto.

La convivencia responsable no pasa solo por exigir correas y bozales; pasa también por aprender a gestionar el susto sin convertirlo en agresión verbal, por entender la diferencia entre una conducta peligrosa y un incidente leve, por saber hablar desde el límite, pero sin violencia.

Lo que sí está en nuestras manos como paseadores y cuidadores

De este episodio me llevo varias ideas que pueden servir a otros paseadores, a familias y a cualquiera que comparta la ciudad con perros:

  1. Anticipar entornos complicados
    • Acorta la correa en portales, esquinas, pasos estrechos.
    • Lleva al perro a tu lado, no adelantado, en esos puntos de riesgo.
    • Si puedes, haz un pequeño gesto de advertencia (“Cuidado, salimos”, “Esquina”) que el perro aprenda a asociar.
  2. Trabajar el autocontrol del perro
    • Reforzar que se siente o permanezca quieto cuando alguien se acerca.
    • Enseñar que no puede saltar encima de las personas, por mucha alegría que tenga.
    • Premiar los saludos calmados y gestionar la emoción antes de que estalle.
  3. Cuidar también nuestro lenguaje humano
    • Pedir disculpas rápidamente, sin justificar ni culpar al perro.
    • No responder a la agresividad con más agresividad: respiramos, escuchamos lo justo y seguimos nuestro camino.
    • Recordar que nuestro tono también educa: al perro, a quien nos escucha y a nosotras mismas.
  4. No descargar la ira en el animal
    • El peor resultado sería que, después de una mala reacción humana, quien pague sea el perro con tirones, gritos o castigos.
    • El perro no ha decidido salir solo a la calle: está ahí porque una persona lo lleva. La responsabilidad es siempre del humano.
  5. Reivindicar una convivencia respetuosa
    • Sí, las personas tienen derecho a ir tranquilas por la calle sin que un perro les salte encima.
    • Y sí, también tenemos derecho a ser tratados con respeto cuando ocurre un incidente leve que ya estamos asumiendo y corrigiendo.
    • La ciudad es un espacio compartido: ni los perros pueden “hacer lo que quieran”, ni algunas personas pueden tratar a los demás (y a sus animales) como si sobrasen.

Cerrar el episodio sin cerrarse por dentro

Episodios como el de hoy pueden dejar mal cuerpo: a veces una se queda rumiando la escena, sintiéndose culpable por un lado y atacada por otro. Creo que es importante hacer este pequeño ejercicio:

  • Reconocer la parte de verdad en lo que ha pasado (sí, podía haber sido más previsible; sí, el perro no debería saltar encima).
  • No tragarse lo que es injusto, es decir, la forma de decirlo, el tono humillante o agresivo. Eso habla más de la otra persona que de nosotras.
  • Aprender algo concreto para el próximo paseo: un nuevo protocolo al pasar por portales, un ejercicio nuevo de autocontrol, un recordatorio de que la calma empieza en la mano que sujeta la correa.

Al final, de cada paseo se puede sacar una pequeña lección. Hoy, esta perra maravillosa que he tenido la suerte de pasear me ha recordado que los perros son imprevisibles, pero también que algunos humanos lo son mucho más. Y que, precisamente por eso, quienes estamos en medio —cuidando, acompañando, educando— necesitamos sostener la responsabilidad sin perder la calma ni la dignidad.

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