Santo André de Teixido, Galicia
El otro día, el sábado pasado, en Santo André de Teixido, presencié una escena que aún me cuesta olvidar. Un chico joven caminaba con un perro negro, fuerte, de mezcla cercana al pastor belga. Llevaba un arnés Julius K9 y una correa corta, de menos de dos metros. El perro tiraba con energía, curioso y lleno de vida, mientras su tutor, visiblemente molesto, trataba de controlarlo con brusquedad.
De pronto, el chico lo arrinconó contra una pared y le tiró de la oreja con violencia. El perro gimió de dolor, un sonido breve, puro, que partía el alma. Ese gemido fue lo que me hizo reaccionar. Me acerqué y le pedí, con toda la calma que pude reunir, que no tratara así a su perro.
Su respuesta fue inmediata:
“Cada uno cuida a su perro como quiere. Estoy yendo a un adiestrador y me ha dicho que tengo que hacerlo así. Usted no tiene ni idea.”
Y entonces, perdí la calma. No supe contener la indignación. Le hablé alto, con más rabia que prudencia, sintiendo que el dolor del perro me atravesaba. No fue un impulso heroico, fue puro desbordamiento: no podía quedarme callada.
Esa escena me hizo pensar después en la cantidad de “adiestradores” que siguen trabajando desde el castigo y la violencia, disfrazándolos de autoridad.
Un perro no aprende desde el miedo: obedece por temor, no por confianza.
Y el miedo nunca educa. Solo deja huella.
Hay formas sencillas de prevenir estas situaciones:
- Usar arneses de anclaje delantero o mixto, que repartan la fuerza sin causar dolor.
- Emplear correas largas o dobles, que permitan gestionar el movimiento y anticipar reacciones.
- Y, sobre todo, educar al tutor, no al perro: enseñarle a comprender lo que el animal intenta decir con cada gesto, con cada mirada.
Esa tarde, en Santo André, me marché con una mezcla de tristeza y rabia. Pero también con la convicción de que cada palabra, aunque tiemble, cuenta.
Porque los perros no pueden hablar por sí mismos.
Y porque cuidar significa, también, atreverse a decir basta.

Deja un comentario