Los finales abiertos son un castigo para el perro

Hay historias que terminan con un punto y aparte, limpias, claras, rotundas. Y hay otras que se quedan suspendidas en el aire, como un eco que no encuentra dónde posarse. A eso lo llamamos “final abierto”: una puerta entornada, una incertidumbre, un “quizá”.

En la literatura, los finales abiertos invitan al lector a imaginar, a completar lo que no se dice. En la vida de un perro, en cambio, son un castigo.

El animal no conoce el concepto de suspenso narrativo. Para él, el tiempo es siempre ahora: el paseo que no se concluyó, el juego interrumpido, la despedida que nunca se cerró. Cuando dejamos una relación con un perro en un final abierto —ese “ya veremos”, “tal vez más adelante”, “no sé si volveré”— lo que hacemos es fracturar su mundo, condenarlo a esperar.

El perro no pide finales felices, pero sí pide finales claros. La certeza es para él un alimento emocional tan necesario como el agua o el pan. Un “sí” o un “no”, un “aquí te quedas seguro” o un “aquí vuelvo” son anclas que lo sostienen en su vínculo con nosotros.

Desde la etología sabemos que la ansiedad por separación se alimenta precisamente de esas grietas de incertidumbre. El perro que no entiende si la marcha es corta o definitiva, si el reencuentro será hoy o nunca, vive en un estado de desasosiego que mina su confianza y desgasta su cuerpo.

La literatura puede permitirse dejar cabos sueltos. El perro, no. Para él, cada historia compartida necesita un cierre que le dé paz. Un abrazo al final de la jornada, una palabra ritual que se repite, una coherencia en los gestos. Son pequeños signos que hacen de la vida una narración habitable.

Por eso, cuando decimos que los finales abiertos son un castigo para el perro, lo que decimos en realidad es que la lealtad canina merece la transparencia de nuestros actos. Los perros no nos exigen perfección, pero sí coherencia. Y en ese espejo tan sencillo, quizá deberíamos mirarnos más a menudo los humanos.

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