A veces me preguntan cuánto tiempo dedico a los perros que cuido.
Cuánto paseo, cuánto juego, cuánto alimento.
Yo suelo sonreír y decir la verdad: «todo el tiempo que tengo». Pero lo que no siempre explico es que, en ese cuidado, también soy yo quien es cuidada.
Cuidar perros no es solo cubrir sus necesidades.
Es abrir un espacio de calma. De silencio. De presencia.
Es salir a caminar sin reloj.
Es mirar cómo duerme un ser vivo que confía ciegamente en ti, y sentir que ahí hay algo sagrado.
Me han enseñado a esperar. A no tener prisa.
A no hablar cuando no hace falta.
A entender que, a veces, basta con estar cerca.
Ellos no preguntan si hoy estoy triste, si he dormido mal, si me duele algo. Pero lo saben. Se acercan. Me miran. Apoyan su cabeza sobre mis piernas.
Y entonces, todo se ordena.
Cuidar no es una tarea.
Es un gesto. Una forma de vivir.
Y convivir con perros me ha enseñado que la ternura no se pide: se da.
Y que la fidelidad no se exige: se cultiva.
Por eso a veces me pregunto:
¿Quién cuida a quién?

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